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castillo de íllora

íllora

«El ojo derecho de Granada»: así se llamó a esta privilegiada fortaleza asentada en un refajo de la Sierra de Parapanda y asomada a la Vega.

Plinio la menciona como Ilurco; pero fueron los suevos, visigodos y árabes, los nazaríes en especial, quienes hicieron la potente fortaleza en torno a la cual fue cuajando el pueblo.

El recorrido por los Montes Occidentales prosigue a lomos de la sierra de Parapanda hasta recalar en Íllora, asentada en su regazo. Ante la vista del viajero se despliega el multicolor paisaje de olivares, tierras de labor y huertas que descienden por la Vega del Genil; al fondo, a oriente, Sierra Nevada.

El blanco caserío de Íllora se agarra a las laderas del peñón rocoso donde estuvo su germen. Si en los alrededores proliferan los hallazgos prehistóricos, en el casco urbano se han descubierto los restos de unas termas romanas que desvelan los antecedentes de una localidad consolidada en época musulmana. Sus noticias se remontan a los ss. X y XI, cuando al-Udri la cita con el nombre de Illywra al referirse a la provincia de Elvira. Ubicada cerca de varios pasos entre el norte y la Vega, a partir del s. XIII se convirtió en uno de los principales baluartes de la frontera nazarí, en primera línea tras la caída de Alcalá la Real en 134.

Illywra reforzó en esos tiempos su fisonomía de villa fortificada con castillo, recinto amurallado y arrabales, mereciendo el sobrenombre de «ojo derecho de Granada» por su importancia como enclave defensivo. Protagonista de incesantes hechos de armas, fue conquistada por los Reyes Católicos en la primavera de 1486. Con motivo de esta conquista, el cronista Hernando del Pulgar la describe con las siguientes palabras:

«Esta villa está puesta en un valle

donde hay una vega muy extendida, y

en aquel valle está una peña alta que

señorea todo el circuito; y en lo alto de

aquella peña está fundada la villa, de

fuertes torres e muros…».

Después de sitiarla y atacar los arrabales, el cañoneo de dieciocho lombardas decidió la capitulación de los musulmanes, que salieron camino de Granada. Su primer alcaide fue Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, del que se conservan los restos de su mansión con su escudo de armas en la fachada. En su nueva etapa, Íllora fue una de las Siete Villas que servían de granero y despensa de la capital; poco a poco, mientras el cerro de la villa se despoblaba, crecía a sus pies el núcleo de la población actual, en torno a la plaza y la iglesia.

En la elevación rocosa que sobresale en medio del pueblo aparecen las fortificaciones de la villa medieval el castillo y murallas, obra musulmana con elementos califales y taifas, de los ss. X y XI, revestidos por las reformas del s. XIV de los nazaríes, que le dieron su configuración definitiva. En la cúspide se distinguen las torres del castillo, los «dientes de la vieja», y más abajo, los vestigios de otros dos recintos amurallados que protegían el área, hoy despoblada, por donde se hallaba la mezquita aljama.

 

La iglesia de la Encarnación constituye una espléndida muestra de la arquitectura de transición del gótico al renacimiento, que predomina en los templos levantados después de la conquista en la comarca de los Montes. Proyectada por Diego de Siloé con la intervención de su discípulo Juan de Maeda y otros maestros, se construyó básicamente entre 1542 y 1573, empleándose piedra «almendrilla», de tono tostado, extraida de los pagos cercanos.

Es un edificio de rotunda volumetría, una sencilla y monumental estructura de proporciones renacentistas, con un sólido campanario y elegantes portadas con esculturas clasicistas de Diego de Pesquera.

El interior presenta una nave de notable amplitud con bóvedas de crucería, pilastras adosadas y capillas laterales, por donde se distribuyen dos meritorios retablos barrocos, pinturas –como la Virgen con el Niño, cercana al estilo de Alonso Cano–, imágenes y piezas de orfebrería, así como enseres y reliquias del culto a San Rogelio, patrón de la villa.

La plaza de San Rogelio es el punto de encuentro tradicional de Íllora, con la voluminosa iglesia parroquial, que domina el centro del pueblo, y el antiguo ayuntamiento, habilitado para museo de historia local. A su espalda se eleva el accidentado peñasco con las ruinas de las murallas y el castillo, arrancando del mismo caserío; entrando por la calle Almenillas, se encuentra una de las puertas más añejas de la fortaleza, del s. X.

Las calles Real, de la Cárcel, la cuesta del Pilar Alto, articulan las principales vías de un casco urbano donde llaman la atención algunas casonas y el nuevo ayuntamiento, en el antiguo convento franciscano de la orden de San Pedro Alcántara.

El término ofrece paisajes de indudable interés. Aún se observan los restos de la atalaya de la Mesa, hacia Alcalá la Real, y de las torres de Tocón y la Encantada, en Brácana. Excelentes vistas panorámicas se obtienen a lo largo de la carretera de Montefrío, que sube por las sierras de Parapanda y Pelada. La de Parapanda, con sus 1.604 m. de altitud, ocupa un lugar destacado en la vida de la Vega, considerándose su barómetro, de ahí el dicho:

«cuando Parapanda

tiene montera, llueve

aunque Dios no quiera».

 

Mención especial merecen el paraje del Molino del Rey, en la zona del Soto de Roma, con un espectacular acueducto de principios del s. XIX, y el núcleo de Alomartes, con su iglesia neoclásica del XVIII, sus mesones y el Molino de la Torre, uno de los mejores ejemplos conservados de molinos hidráulicos tradicionales. Bien vale detenerse aquí y echar un rato de conversación arrullado por los rumores de la corriente del agua.

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